Cuarta-entrega: El amor en la cultura, la cultura del amor
La sabiduría del amor
@Rosario Herrera Guido
Alain Finkielkraut, el filósofo francés (1949), destaca que la palabra amor, casi en todas las lenguas, designa al mismo tiempo el acto de dar y tomar, la beneficencia y la codicia, el deseo ardiente de colmarse y la abnegación hasta el sacrificio, la apoteosis de la preocupación por uno mismo y el desvelo por el otro a nivel del arrebato.
Pero, pregunta Finkielkraut, ¿quién cree aún en el desinterés? Todo parece que no hay olvido de sí mismo que no denuncie ventaja para sí, no hay generosidad sin compensación, no hay ofrenda sin deseo de dominar al otro. Todo don implica rapiña. La devoción parece hacer omnipresente el egocentrismo. Esta lista interminable de trueques es muy compresible desde un pensamiento práctico y positivo, que anula tanto preceptos morales como religiosos, pues sólo se atiene a los hechos y la experiencia más llana, que comprende al amor como un instinto de apropiación. Pero el pensamiento ético-religioso opone la codicia universal el valor del desinterés: el amor al prójimo define al hombre como debería ser o como será mañana. Aunque con el ideal del amor al prójimo no estamos mejor parados para concebir la realidad. Tal vez necesitamos conceptos más antiguos para comprender la relación original con los demás, lo mismo del amor que del odio.
Cuando Finkielkraut, al lado del filósofo francés Jean-Paul Sartre, se detiene a pensar de lo que sucede en un jardín público con el paso de un hombre que pasa cerca de nosotros, destaca que nos hiere en el pleno corazón, por el solo hecho de ser otro. Porque a pesar de ser una mirada pacífica nos expulsa del paraíso en que nos encontrábamos con nosotros mismos; un incidente que nos cambia todo el mundo. Antes de la mirada del otro, nuestro yo era libertad pura. Pero con la mirada del otro nos hemos convertido en alguien. La aparición del otro produce un doble malestar. Su mirada nos reduce a objetos y nuestro yo se escapa puesto que es para otro. En palabras de Sartre: “el otro es para mí a la vez quien me robó mi ser y lo que hace que haya un ser que es mi ser” (El ser y la nada, Buenos Aires, Losada, 1972). Porque frente al otro, que puede verme como yo no me veré jamás, soy el proyecto de recuperación de mi ser. Pues no hay conciencia de sí mismo sin la relación con el otro. La realidad humana es social antes de ser razonable; es social y conflictiva. La gran lección del filósofo alemán Georg Hegel es que la vida es una novela en la que todo es lucha. Hay combate hasta en los momentos más dulces y pacíficos; también en la fusión de los cuerpos.
La relación social —destaca Finkielkraut— es el prodigio de la salida de sí mismo, que de manera secundaria fluctúa entre la armonía y la guerra. Antes que amenaza al yo, el prójimo rompe las cadenas que esclavizan el yo a sí mismo. Antes de ser mirada el otro es rostro, que es la manera en que se presenta el otro, que supera la idea del otro en mí.
En cambio, el odio al hombre es lo que hoy llamamos etnocentrismo. No es el semejante el que provoca la agresividad, sino el diferente, el desconocido, el marginal, el que por su diferencia turba la tranquilidad del que se siente en lo familiar amenazado por el extraño. La violencia original no es la guerra de todos contra todos invocada por los pensadores clásicos, sino la hostilidad que una comunidad humana —familia, aldea, nación, religión, entidad cultural— experimenta contra los extraños, y que como se erige en ley universal, reclama el monopolio de la civilización y combate la diversidad humana en lugar de reconocer la igualdad de las culturas en su diversidad.