LA REALIDAD QUE AGOTA
Como nunca, aunque se niegue, la violencia feminicida ha cobrado cifras inimaginables; esa violencia que en las estadísticas se disfraza de homicidio doloso pero que en realidad es feminicidio
@Nuria Hernández Abarca
Llevó más de tres semanas sin escribir como habitualmente lo hacía, la razón es clara, la realidad me abrumó.
Creo que no soy la única que siente un hueco en el estómago o el corazón apachurrado y desesperanzado al despertar todos los días con una cifra más y más alta más de muertes, en este país.
Esas cifras que para las autoridades representa una rebatinga entre si el mes pasado fue menor, o si no pasa en su territorio, o si es producto del pasado y no del presente, o si sólo es una nota más en cualquier medio, esa es la realidad con la que tenemos que caminar todos los días.
Lo cierto es que, es una realidad tan abrumadora que cuesta trabajo digerirla, y saberte expuesta a ella.
Lo que necesitamos comprender es ¿qué pasa en nuestra cabeza y cuerpo cuando todos los días leemos, vemos, respiramos y vivimos violencia?, la respuesta se aproxima a una depresión sin saber que la tenemos, en una desesperanza que no conocemos y en un malestar de desanimo que a veces duele en el cuerpo.
La incertidumbre o estrés que nos provoca esta realidad, está relacionada con nuestros miedos, con la violencia de género, con la violencia en la comunidad, y últimamente a partir del covid 19 por el miedo a las enfermedades, a la incertidumbre del futuro y a las dificultades económicas que estos procesos originan. Pero lo más preocupante de todo esto es, que nos estamos programando todos los días para la normalización de una realidad catastrófica de violencia y asumiendo en nuestros cuerpos y mente, a veces sin saber, una depresión silenciosa que se convierte en colectiva sin poder identificarla bien a bien.
Esta normalización de la violencia extrema en muchos estados de la República, entre ellos Michoacán, se ha acompañado en los últimos dos años con acostumbrarnos a ver aumentar todos los días el número de personas muertas por el COVID, a despedirnos sin despedirnos, a saber, que tal vez seria la última ves que nos veríamos.
Este duelo, el del COVID, ha sido asimilado por muchos como una desgracia médica que depende de muchos factores personales y físicos, pero jamás de la mano y decisión de alguien más como si lo es el duelo por las personas que fueron asesinadas, sin más explicación que la voluntad de alguien más.
Como nunca, aunque se niegue, la violencia feminicida ha cobrado cifras inimaginables; esa violencia que en las estadísticas se disfraza de homicidio doloso pero que en realidad es feminicidio; acompañada de eso que en las estadísticas se conoce como violencia física, pero que en muchas ocasiones son intentos de feminicidio; esa violencia familiar que se disfraza de lesiones, pero que en realidad es la antesala para la muerte de muchas mujeres y niñas; esa lesión que ni siquiera se contabilizó por que no salió de las cuatro paredes de un consultorio y jamás piso la entrada de un ministerio público. Todas esas violencias, las que se ven o las que se sienten son las que generan en las niñas y las mujeres mucha desesperanza.
Todas esas formas de acallar a las mujeres que no se dicen pero que están ahí, son las que, sí escuchamos, no sólo en los reportes oficiales, sino en la voz de las vecinas, o amigas de las amigas que nos dicen que esto es mas real que nunca y mas recurrente que antes.
Toda esta normalización de estas formas de violencia, se acompañan del escaso o nulo castigo a quien la comete, dando un mensaje claro hacia el exterior y la sociedad, de que no pasa nada, que al dejar pasar estos delitos es un permiso velado para cometer cualquier violencia contra las niñas y las mujeres, al fin que no pasa nada.
Las redes sociales están plagadas de demandas sociales y exigencias de justica por parte de las y los familiares de las víctimas de homicidio y feminicidio, quienes son las que exigen justicia desde la parte mediática y demanda ciudadana, por la que vía jurídica es un engranaje hecho para revictimizarlas, ponerles trabas y exigir que sufran más si quieren justicia.
Y esa es también la realidad de las legislaciones que son creadas desde el escritorio de una o un legislador docto en derecho, pero lejano del análisis de los complejos procesos que tienen que pasar las víctimas y sus familias, para poder acceder a ese derecho, ese que no tiene perspectiva de derechos humanos, ni perspectiva de género y de empatía mejor ni hablamos, porque esa no está en ese proceso legislativo, mucho menos en la aplicación de la norma.
Y aunque los más teóricos dirán que el derecho así es, y que no puede modificarse, lo cierto es que ese derecho que hoy se aplica en este país, no ha garantizado la justicia de muchas víctimas y sus familias, quienes pasan años tratando de hacerle justicia a alguien que ya no se puede defender y que es cuestionada todos los días después de habérsele arrebatado la vida.
Así la realidad y algunas de nuestras depresiones que tienen como origen el saber que, esta normalización de la violencia hacia las mujeres debe parar, que la justicia a quien las violente debe llegar y que nada da más miedo que saber que el futuro se agota, cuando no hay esperanza para nuestras niñas y adolescentes en un país que minimiza la violencia que viven y deja en un segundo plano sus derechos frente a lo políticamente rentable.